domingo, 27 de junio de 2010

Lucia y el sexo (Julio Medem, 2001)

En una época de exámenes todo el mundo suele buscar pasatiempos que en ningún otro momento se les habría ocurrido. La mayoría de ellos surgen en el momento que menos lo esperas. Simplemente, no consigues mantenerte frente al papel un largo periodo de tiempo. A veces te despistas un pequeño momento, otras incluso te quedas mirando los apuntes sin atender realmente a lo que lees, pero otras encuentras algo que te resulta tan atractivo en ese momento que te pierdes por completo.

Un caso que viene muy al uso es el de cierta noche estudiando para selectividad, cuando decidí descansar un tiempo conectándome a chat del messenger. Resultó que una muchacha que no conocía me había agregado, y ante mi aburrimiento decidí ver quién era. Al poco de comenzar la conversación, me di cuenta de que todo iba en una única dirección, que no era otra que la de practicar sexo por Internet. Al principio me mostré reticente, pero es evidente que un toque erótico a la noche, y más cuando te estás aburriendo, siempre resulta agradable. El problema es que lo que empezó resultando un apoyo a la noche, se convirtió en el argumento de la misma, y llegó un momento en el que ya se hacía cansino.

Decidí cortar este tema, pero claro, con esa edad, cualquier detalle de este calibre te resulta impactante, no puedes quitártelo de la cabeza. Retomé mi estudio, sin saber muy bien por donde iba, por lo que empecé a ir de unos apuntes a otros sin demasiado sentido entre ellos. De vez en cuando me seguían volviendo a la mente las cosas que se habían hablado en esa conversación, lo cual suponía un gran goce, pero un impedimento para el desarrollo del estudio. Así discurrió toda la noche, con vaivenes entre lo que había ocurrido y lo importante que tenía entre manos, el estudio, pero sin poder dedicarle a ninguno el tiempo que se merecía. Tras varias horas, no tuve más remedio que recoger todos mis apuntes y acostarme, con la lamentable sensación de que el tiempo y esfuerzo empleados habían servido solo para tener en la mente una placentera imagen que sólo puede otorgar el sexo.

La película se mueve por los mismos fueros, ofreciendo un variopinto universo sexual en los primeros 40 minutos que pasan a dejar el escaso argumento del que partía en las manos de una telenovela en la que todos los personajes se van conociendo por una serie de casualidades ridículas y que no deja nada a la imaginación del espectador, ya que se puede adelantar el final desde cualquiera de los ligeros puntos de giro que da la película. El desarrollo de los personajes brilla por su ausencia, por lo que se convierte en una narración muy plana y falta de incentivos que no ofrece nada más que continuos saltos dramáticos.

Por lo tanto, podemos sacar la misma conclusión de la película que de la noche de estudio, y es que hay que ver lo bien que viene un poco (o mucho) de sexo para convertir cualquier cosa en algo mucho más atractivo de lo que realmente es.

Drácula, de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992)

En el instituto tuve a un compañero de los que hoy en día se denominan góticos. Le apasionaba todo lo relacionado con los vampiros, los murciélagos, o la oscuridad en general. Durante una época del curso me tocó como compañero en la mesa, por lo que tuvimos la oportunidad de conocernos un poco más. Al enterarse de que me gustaba el mundo del cine, no se lo pensó dos veces y se lanzó a contarme sus gustos cinematográficos. Evidentemente, todas las películas estaban relacionadas con Drácula, los zombis y ese tipo de cosas. Me dijo que una de sus películas favoritas era “Drácula, de Bram Stoker”, y al comentarme que la había dirigido Coppola, uno de los pocos directores que conocía por entonces, me interesé por ella.

Me comentó que le habían fascinado los colores, que le daban a la película una estética única; que el vestuario era de lo mejor que había visto nunca en una película de vampiros; y que los efectos y sonidos hacían que te metieras en la trama como nunca antes. Se le veía muy emocionado, e incluso me entraron ganas de verla, pese a que sabía de los raros gustos de mi compañero. El único pero que le puso a la película era que no había sido fiel al libro en el que se basa, tras lo cual cambio de tema por completo, como indignado.

No sé cómo será el libro, pero no cabe duda de que la película emana originalidad. El hecho de convertir a Drácula, un ser oscuro, apartado y odiado, en un amante que persigue a su amada a través de los siglos resulta un buen giro de historia pese a la ruptura total que ejerce sobre la imagen del personaje.

Las escenas de la película, apoyadas todas en unos efectos de sonido y visuales sorprendentes, pasan sin parar de una a otra cada vez de una forma más singular y llamativa, dejando a su paso multitud de detalles que serán capaces de hacer las delicias de muchos de los aficionados al género y al buen cine en general. La banda sonora, de gran belleza, no consigue hacerse la auténtica protagonista de la película debido a la fuerza del guión, a veces lírico, a veces más tópico, llevado a los personajes por un reparto que hace su trabajo de forma correcta algunos, sublime otros.

El problema reside en el ritmo, lento, muy lento. Anthony Hopkins resulta así un soplo de aire fresco en una trama que se nos deshacía por momentos, y que su humor hace resurgir y mantener hasta el final.

Aconsejable verla, por toda la relevancia de la historia, pero poco aconsejable verla más de una vez, por lo conocido del resultado.

Moon (Duncan Jones, 2009)

La primera vez que te quedas solo un fin de semana en casa, te crees que ya has madurado. Te sientes el rey, la casa es tuya, tú tomas las decisiones y te dejan como responsable de que a la vuelta del verdadero mandamás todo tiene que estar impoluto. Sin embargo, lo que en un principio parece que va a ser el mejor fin de semana de tu vida, se convierte rápidamente en una detención total del tiempo. El hecho de estar sólo en tu casa te permite tener una tranquilidad mental que normalmente no posees, y a la que no estás acostumbrado, porque crees que no te hace falta, que ya has madurado con el trascurso de la vida diaria. Sin embargo, con el paso de los años te das cuenta de lo necesario que es tener un tiempo para ti mismo, más allá de reinados efímeros, y buscas esa soledad que suena tan diferente cuando uno la quiere a cuando se la imponen.


Moon desfila en la pantalla para sembrarnos una duda existencial en nuestra vida humana, en nuestra rutina carente de reflexión. Un hombre es destinado a la luna con el propósito de desempeñar una actividad para una empresa dedicada a explotar un nuevo combustible, vital para la especie humana, habitante de la Tierra. Desde allí, y por un período de tres años, aquel astronauta se mantiene a la espera, rodeado de máquinas que facilitan su trabajo, y por ende, su propia condición de ser vivo. Basada en una atmósfera oscura, salpicada de quietud y recelo constantes por entre los pasillos y entresijos de la nave, el contraste nos lo ofrece una puesta en escena blanca, pulcra, habitualmente impoluta, menos cuando no lo está.


Ópera prima de su director, Duncan Jones, la reflexiva combinación de los elementos y el acontecer de las acciones que concurren a lo largo de la historia, permiten un estado ansioso de continuo deseo de saber que padecerán en el interior de la nave. Sumado al contenido, el continente con el que se envuelve la historia, comprimen las sensaciones que transmiten al espectador. Luces duras, violentas, mezcladas con fondos blancos, y exteriores oscuros, haciendo que cada punto de luz se convierta en un encuadre. Mientras la cámara fluye, el montaje acomoda su ritmo al interior de los encuadres, a las acciones que se suceden en éstos; no bloquea ese estatismo de la acción, permitiendo un dinamismo introvertido de los sujetos que aparecen en el film.


La sencillez de la historia me devuelve la esperanza en la creencia de que menos es más, ya que un fin de semana en el que no tienes nada que hacer puede serte de muy fructífero en tu vida, al igual que en un espacio, con un actor humano y un robot, las tribulaciones que cavilan a lo largo del film inciden en la mente del espectador de forma contundente.

jueves, 27 de mayo de 2010

My Name is Justine (Franco de Peña, 2005)

Cuando era pequeño encantaba sacar las cajas de juguetes. Los tiraba por todo mi cuarto, sin saber muy bien por dónde empezar, hasta que empezaba a montarme historias con las que me podía entretener toda la tarde.

Una vez que me metía en la historia, todo lo trabajaba mucho, hasta el más mínimo detalle. Si mis muñecos estaban en una selva no dudaba en robarle las macetas a mi madre y hacer juegos de luces para que aquello quedara auténtico. Esas historias me fascinaban entonces, aunque ahora no recuerdo demasiadas. Ahora lo que recuerdo era ese momento de empezar a jugar, en el que cogías la caja y empezabas con mucho ánimo. Y al principio todo era apasionante, pero conforme extendías la historia, inevitablemente, se te iban agotando las ganas de jugar.

Todo eso llegaba a un punto en el que ya lo habías sacado todo. Estaba claro que lo que habías sacado te daba un universo de posibilidades con las que jugar y construir, pero, sin saber muy bien porqué, perdías el interés, por lo que repentinamente te ibas de la habitación sin recoger las cosas. Y ahí se quedaba la historia, suspendida, sin culminar, hasta que algunas horas después volvías y te tocaba recoger.

Ahí terminaba la historia. Yo sabía que iba a terminar ahí, pero cuando llegaba a ese punto me daba cuenta de que me gustaría haberle sacado más partido. La próxima vez será, pensaba.

Espero que la próxima película que vea de Franco de Peña consiga que no me quede con esta sensación.

Caché (M. Haneke, 2005)

El otro día, un amigo y yo tuvimos una extensa e interesante charla sobre mujeres. Todo venía a cuento de que le gusta una chica de estas que no suelen gustar, pero que a él le volvía loco. Yo, sin embargo, defendía el gusto por la mujer clásica, de las de toda la vida, de las que si las ves por las calles o si hablas con ellas te quedas prendado. Sus argumentos giraban en torno a la idea de distinción, a ese tipo de gusto que sólo se encuentra buscando e investigando con el fin de conocer a esa persona. Rápidamente entendí que ese proceso de búsqueda era lo que daba sentido a todo ese mundo que él había creado, ya que en realidad entre ellos no había historia, todo estaba en su cabeza.

Pese a que lo entendí, no conseguía compartirlo, ya que para mí la cosa era más simple: ves a una chica guapa, te acercas, hablas y creas la historia. Todo un clásico. Lo suyo era más bien una tarea de sesera, de darle vueltas a continuas especulaciones sobre por qué o quién o cuando había hecho tal cosa. Estaba bastante liado, pero se veía que le apasionaba.

Con el paso de la conversación, me fue metiendo en su juego, ya que yo interpretaba los hechos que él estaba desarrollándome de una manera bastante distinta a la suya. Pero a mi manera, me empezaron a parecer interesantes, empecé a verles el atractivo. Y ya no sólo por mi propia interpretación de los hechos, sino por ese momento de reflexión en el que la historia puede caminar de una manera o de otra, apartándome de lo que siempre me había gustado (que no por ello deja de hacerlo) y que tan sólo me permitía sentirme dentro de una historia, y no partícipe de ella.

Al terminar la conversación, nos quedó un regusto extraño ya que cada uno habíamos sacado conclusiones distintas, pero coincidimos en desear una nueva historia de este tipo lo más pronto posible.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Crítica: "La Hipótesis del Cuadro Robado" (Raúl Ruíz, 1979)

No hay nada perfecto en la vida. Ni siquiera las madres, las novias o incluso el deporte, que dicen que es salud. Todo tiene en algún momento algún punto negro que te haga pensar y recapacitar en porqué te gusta tanto tal cosa. Tu novia no te acompaña al cine porque no le gusta, tu padre no va a verte a la final de baloncesto porque él quería que te metieras en fútbol, y tú, precisamente en esa final que esperabas tanto, te lesionas gravemente y te fastidias el verano. Todo aquello de lo que más esperas es probable que en algún momento te falle, quizá debido a que depositas en ello demasiadas expectativas.

“La hipótesis del cuadro robado” representa este punto en cuanto al amor que proceso al cine. Nunca pensé que pudiera malgastar de una manera tan gratuita una hora de mi vida, y el hecho de que haya sido viendo una película hace que me duela más. Raoul Ruiz juega con la paciencia de la gente hasta que consigue que no se te vuelva a pasar por la cabeza ver ninguna película nueva hasta que haya pasado el suficiente tiempo como para recuperarte de semejante golpe.
En un arranque de tolerancia, no puedo evitar pensar que en la variedad está el gusto, que si todo fuera igual las cosas serían muy aburridas, o que esta película quiere decir algo tan interior que para encontrarlo hace falta ser más abierto de mente. El problema es que la película hace que estés repitiéndote y animándote durante el metraje estas ideas, con el fin de terminar de verla, lo que te impide “disfrutar” realmente de ella.

No se encuentra en ninguno de sus distintos episodios algún atisbo de esperanza narrativa. Lo único que me pareció realmente interesante de la película es la invitación a echar una cabezadita (que se hace difícil no aceptar) que hacen justo a la mitad. En el momento en el que vi a ese hombre recostándose en el sillón, vi clara la intención del film.

Pero gracias a Dios, cuando sucede alguno de estos puntos negros suele pasar que al poco tiempo sucede otro punto con la suficiente fuerza como para devolverte la ilusión en aquello a lo que quieres tanto. Tu novia no irá contigo al cine, pero si va a verte a la final, y tu padre no irá a la final en la que te lesionas, pero durante el verano se levanta todas las mañanas contigo para ayudarte a que te recuperes lo antes posible y al año siguiente puedas disfrutar del deporte de nuevo. Por ello, ¡ánimo!, que la próxima película merecerá la pena.

viernes, 5 de marzo de 2010

Crítica de "Ana y el Lobo" (Carlos Saura, 1973)

La semana pasada robaron una bicicleta a los vecinos de mi abuelo. Este domingo estuve comiendo con él y en uno de esos momentos en los que la conversación se queda vacía, le pregunté: Bueno, y ¿qué te cuentas? Rápidamente se emocionó y se dispuso a contarme la historia del robo.

Todo empezó muy bien, con una disposición clara de los personajes (su vecino y el ladrón) y con una localización y puesta en escena que invitaba a pensar que aquella historia iba a ser cuanto menos interesante. Nada más lejos de la realidad. Al poco de empezar, comenzó a relacionar a su vecino con un albañil, que no sé muy bien qué pintaba en la historia. Lo que parecía una relación clara entre ambos se fue disolviendo en otra historia distinta. Distinta, pero parecida, ya que me empezaba a confundir. ¿A quién habían robado entonces, al vecino o al albañil? Rápidamente me di cuenta de que el albañil tenía una historia propia que a nada venía con la del robo.

Un detalle que no he aclarado es que mi abuelo tiene 80 años, y ya le patina un poco la cabeza al pobre, por lo que tiende a contar varias historias que para él guardan relación, pero que para los que no sabemos nada de ellas nos resultan completamente inconexas. Probablemente el problema sea mío, que no sé interpretar todo el universo que este sabio me está ofreciendo. Siempre hago un esfuerzo por entender, ya que el simple hecho de querer contar algo ya lo merece, pero pocas veces tengo éxito.

Total, que la historia seguía mezclando al albañil con el robo, y entonces apareció también una tal Jacinta, que tenía un corral de gallinas cuando mi abuelo era joven. ¿A qué viene eso?, me pregunté, pero seguí escuchando sin dejar que mi cara mostrara mis pensamientos.

Ahora empezaba el punto culmen, ya que una vez dispuso los personajes y sus respectivas historias, comenzó a jugar al Guadiana, haciendo aparecer y desaparecer a cada personaje de manera que ya uno no sabía si Jacinta era una albañil que robaba bicicletas, o si las gallinas del vecino de mi abuelo se partían el espinazo en la obra. Pero no había tiempo para pensar en ello; la historia seguía, y cada interpretación de lo que estaba contando se convertía en otra al instante, y así sucesivamente. Evidentemente, con tanto esfuerzo no estaba disfrutando la historia.

Cuando me tenía completamente mareado de asentir con la cabeza a algo que no comprendía, de repente, se quedó callado. Toda mi nebulosa mental se puso en alerta: ¿Me habrá hecho una pregunta?, pensé. Al momento, retomó la historia del robo del principio, para simplemente apostillar: “Total, que le entraron en el garaje y le robaron la bici”.

Ahí acabó la historia. Tan simple como eso.

Entonces me quedé meditando. ¿Tanto rollo para esto? Él se quedó muy satisfecho ahí tirado en el sofá, como si me hubiera contado la mejor novela de misterio de la historia. Me fui a mi cuarto, con un lío mental considerable, lo que me dio bastante coraje, y me hizo incluso pensar que ya lo había escuchado suficiente por ese día.

Exactamente lo mismo sentí al ver esta película, solo que a mi abuelo lo quiero mucho y al poco fui a que me contara algo nuevo.