domingo, 27 de junio de 2010

Drácula, de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992)

En el instituto tuve a un compañero de los que hoy en día se denominan góticos. Le apasionaba todo lo relacionado con los vampiros, los murciélagos, o la oscuridad en general. Durante una época del curso me tocó como compañero en la mesa, por lo que tuvimos la oportunidad de conocernos un poco más. Al enterarse de que me gustaba el mundo del cine, no se lo pensó dos veces y se lanzó a contarme sus gustos cinematográficos. Evidentemente, todas las películas estaban relacionadas con Drácula, los zombis y ese tipo de cosas. Me dijo que una de sus películas favoritas era “Drácula, de Bram Stoker”, y al comentarme que la había dirigido Coppola, uno de los pocos directores que conocía por entonces, me interesé por ella.

Me comentó que le habían fascinado los colores, que le daban a la película una estética única; que el vestuario era de lo mejor que había visto nunca en una película de vampiros; y que los efectos y sonidos hacían que te metieras en la trama como nunca antes. Se le veía muy emocionado, e incluso me entraron ganas de verla, pese a que sabía de los raros gustos de mi compañero. El único pero que le puso a la película era que no había sido fiel al libro en el que se basa, tras lo cual cambio de tema por completo, como indignado.

No sé cómo será el libro, pero no cabe duda de que la película emana originalidad. El hecho de convertir a Drácula, un ser oscuro, apartado y odiado, en un amante que persigue a su amada a través de los siglos resulta un buen giro de historia pese a la ruptura total que ejerce sobre la imagen del personaje.

Las escenas de la película, apoyadas todas en unos efectos de sonido y visuales sorprendentes, pasan sin parar de una a otra cada vez de una forma más singular y llamativa, dejando a su paso multitud de detalles que serán capaces de hacer las delicias de muchos de los aficionados al género y al buen cine en general. La banda sonora, de gran belleza, no consigue hacerse la auténtica protagonista de la película debido a la fuerza del guión, a veces lírico, a veces más tópico, llevado a los personajes por un reparto que hace su trabajo de forma correcta algunos, sublime otros.

El problema reside en el ritmo, lento, muy lento. Anthony Hopkins resulta así un soplo de aire fresco en una trama que se nos deshacía por momentos, y que su humor hace resurgir y mantener hasta el final.

Aconsejable verla, por toda la relevancia de la historia, pero poco aconsejable verla más de una vez, por lo conocido del resultado.

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