domingo, 27 de junio de 2010

Moon (Duncan Jones, 2009)

La primera vez que te quedas solo un fin de semana en casa, te crees que ya has madurado. Te sientes el rey, la casa es tuya, tú tomas las decisiones y te dejan como responsable de que a la vuelta del verdadero mandamás todo tiene que estar impoluto. Sin embargo, lo que en un principio parece que va a ser el mejor fin de semana de tu vida, se convierte rápidamente en una detención total del tiempo. El hecho de estar sólo en tu casa te permite tener una tranquilidad mental que normalmente no posees, y a la que no estás acostumbrado, porque crees que no te hace falta, que ya has madurado con el trascurso de la vida diaria. Sin embargo, con el paso de los años te das cuenta de lo necesario que es tener un tiempo para ti mismo, más allá de reinados efímeros, y buscas esa soledad que suena tan diferente cuando uno la quiere a cuando se la imponen.


Moon desfila en la pantalla para sembrarnos una duda existencial en nuestra vida humana, en nuestra rutina carente de reflexión. Un hombre es destinado a la luna con el propósito de desempeñar una actividad para una empresa dedicada a explotar un nuevo combustible, vital para la especie humana, habitante de la Tierra. Desde allí, y por un período de tres años, aquel astronauta se mantiene a la espera, rodeado de máquinas que facilitan su trabajo, y por ende, su propia condición de ser vivo. Basada en una atmósfera oscura, salpicada de quietud y recelo constantes por entre los pasillos y entresijos de la nave, el contraste nos lo ofrece una puesta en escena blanca, pulcra, habitualmente impoluta, menos cuando no lo está.


Ópera prima de su director, Duncan Jones, la reflexiva combinación de los elementos y el acontecer de las acciones que concurren a lo largo de la historia, permiten un estado ansioso de continuo deseo de saber que padecerán en el interior de la nave. Sumado al contenido, el continente con el que se envuelve la historia, comprimen las sensaciones que transmiten al espectador. Luces duras, violentas, mezcladas con fondos blancos, y exteriores oscuros, haciendo que cada punto de luz se convierta en un encuadre. Mientras la cámara fluye, el montaje acomoda su ritmo al interior de los encuadres, a las acciones que se suceden en éstos; no bloquea ese estatismo de la acción, permitiendo un dinamismo introvertido de los sujetos que aparecen en el film.


La sencillez de la historia me devuelve la esperanza en la creencia de que menos es más, ya que un fin de semana en el que no tienes nada que hacer puede serte de muy fructífero en tu vida, al igual que en un espacio, con un actor humano y un robot, las tribulaciones que cavilan a lo largo del film inciden en la mente del espectador de forma contundente.

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