jueves, 27 de mayo de 2010

My Name is Justine (Franco de Peña, 2005)

Cuando era pequeño encantaba sacar las cajas de juguetes. Los tiraba por todo mi cuarto, sin saber muy bien por dónde empezar, hasta que empezaba a montarme historias con las que me podía entretener toda la tarde.

Una vez que me metía en la historia, todo lo trabajaba mucho, hasta el más mínimo detalle. Si mis muñecos estaban en una selva no dudaba en robarle las macetas a mi madre y hacer juegos de luces para que aquello quedara auténtico. Esas historias me fascinaban entonces, aunque ahora no recuerdo demasiadas. Ahora lo que recuerdo era ese momento de empezar a jugar, en el que cogías la caja y empezabas con mucho ánimo. Y al principio todo era apasionante, pero conforme extendías la historia, inevitablemente, se te iban agotando las ganas de jugar.

Todo eso llegaba a un punto en el que ya lo habías sacado todo. Estaba claro que lo que habías sacado te daba un universo de posibilidades con las que jugar y construir, pero, sin saber muy bien porqué, perdías el interés, por lo que repentinamente te ibas de la habitación sin recoger las cosas. Y ahí se quedaba la historia, suspendida, sin culminar, hasta que algunas horas después volvías y te tocaba recoger.

Ahí terminaba la historia. Yo sabía que iba a terminar ahí, pero cuando llegaba a ese punto me daba cuenta de que me gustaría haberle sacado más partido. La próxima vez será, pensaba.

Espero que la próxima película que vea de Franco de Peña consiga que no me quede con esta sensación.

Caché (M. Haneke, 2005)

El otro día, un amigo y yo tuvimos una extensa e interesante charla sobre mujeres. Todo venía a cuento de que le gusta una chica de estas que no suelen gustar, pero que a él le volvía loco. Yo, sin embargo, defendía el gusto por la mujer clásica, de las de toda la vida, de las que si las ves por las calles o si hablas con ellas te quedas prendado. Sus argumentos giraban en torno a la idea de distinción, a ese tipo de gusto que sólo se encuentra buscando e investigando con el fin de conocer a esa persona. Rápidamente entendí que ese proceso de búsqueda era lo que daba sentido a todo ese mundo que él había creado, ya que en realidad entre ellos no había historia, todo estaba en su cabeza.

Pese a que lo entendí, no conseguía compartirlo, ya que para mí la cosa era más simple: ves a una chica guapa, te acercas, hablas y creas la historia. Todo un clásico. Lo suyo era más bien una tarea de sesera, de darle vueltas a continuas especulaciones sobre por qué o quién o cuando había hecho tal cosa. Estaba bastante liado, pero se veía que le apasionaba.

Con el paso de la conversación, me fue metiendo en su juego, ya que yo interpretaba los hechos que él estaba desarrollándome de una manera bastante distinta a la suya. Pero a mi manera, me empezaron a parecer interesantes, empecé a verles el atractivo. Y ya no sólo por mi propia interpretación de los hechos, sino por ese momento de reflexión en el que la historia puede caminar de una manera o de otra, apartándome de lo que siempre me había gustado (que no por ello deja de hacerlo) y que tan sólo me permitía sentirme dentro de una historia, y no partícipe de ella.

Al terminar la conversación, nos quedó un regusto extraño ya que cada uno habíamos sacado conclusiones distintas, pero coincidimos en desear una nueva historia de este tipo lo más pronto posible.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Crítica: "La Hipótesis del Cuadro Robado" (Raúl Ruíz, 1979)

No hay nada perfecto en la vida. Ni siquiera las madres, las novias o incluso el deporte, que dicen que es salud. Todo tiene en algún momento algún punto negro que te haga pensar y recapacitar en porqué te gusta tanto tal cosa. Tu novia no te acompaña al cine porque no le gusta, tu padre no va a verte a la final de baloncesto porque él quería que te metieras en fútbol, y tú, precisamente en esa final que esperabas tanto, te lesionas gravemente y te fastidias el verano. Todo aquello de lo que más esperas es probable que en algún momento te falle, quizá debido a que depositas en ello demasiadas expectativas.

“La hipótesis del cuadro robado” representa este punto en cuanto al amor que proceso al cine. Nunca pensé que pudiera malgastar de una manera tan gratuita una hora de mi vida, y el hecho de que haya sido viendo una película hace que me duela más. Raoul Ruiz juega con la paciencia de la gente hasta que consigue que no se te vuelva a pasar por la cabeza ver ninguna película nueva hasta que haya pasado el suficiente tiempo como para recuperarte de semejante golpe.
En un arranque de tolerancia, no puedo evitar pensar que en la variedad está el gusto, que si todo fuera igual las cosas serían muy aburridas, o que esta película quiere decir algo tan interior que para encontrarlo hace falta ser más abierto de mente. El problema es que la película hace que estés repitiéndote y animándote durante el metraje estas ideas, con el fin de terminar de verla, lo que te impide “disfrutar” realmente de ella.

No se encuentra en ninguno de sus distintos episodios algún atisbo de esperanza narrativa. Lo único que me pareció realmente interesante de la película es la invitación a echar una cabezadita (que se hace difícil no aceptar) que hacen justo a la mitad. En el momento en el que vi a ese hombre recostándose en el sillón, vi clara la intención del film.

Pero gracias a Dios, cuando sucede alguno de estos puntos negros suele pasar que al poco tiempo sucede otro punto con la suficiente fuerza como para devolverte la ilusión en aquello a lo que quieres tanto. Tu novia no irá contigo al cine, pero si va a verte a la final, y tu padre no irá a la final en la que te lesionas, pero durante el verano se levanta todas las mañanas contigo para ayudarte a que te recuperes lo antes posible y al año siguiente puedas disfrutar del deporte de nuevo. Por ello, ¡ánimo!, que la próxima película merecerá la pena.