jueves, 27 de mayo de 2010

Caché (M. Haneke, 2005)

El otro día, un amigo y yo tuvimos una extensa e interesante charla sobre mujeres. Todo venía a cuento de que le gusta una chica de estas que no suelen gustar, pero que a él le volvía loco. Yo, sin embargo, defendía el gusto por la mujer clásica, de las de toda la vida, de las que si las ves por las calles o si hablas con ellas te quedas prendado. Sus argumentos giraban en torno a la idea de distinción, a ese tipo de gusto que sólo se encuentra buscando e investigando con el fin de conocer a esa persona. Rápidamente entendí que ese proceso de búsqueda era lo que daba sentido a todo ese mundo que él había creado, ya que en realidad entre ellos no había historia, todo estaba en su cabeza.

Pese a que lo entendí, no conseguía compartirlo, ya que para mí la cosa era más simple: ves a una chica guapa, te acercas, hablas y creas la historia. Todo un clásico. Lo suyo era más bien una tarea de sesera, de darle vueltas a continuas especulaciones sobre por qué o quién o cuando había hecho tal cosa. Estaba bastante liado, pero se veía que le apasionaba.

Con el paso de la conversación, me fue metiendo en su juego, ya que yo interpretaba los hechos que él estaba desarrollándome de una manera bastante distinta a la suya. Pero a mi manera, me empezaron a parecer interesantes, empecé a verles el atractivo. Y ya no sólo por mi propia interpretación de los hechos, sino por ese momento de reflexión en el que la historia puede caminar de una manera o de otra, apartándome de lo que siempre me había gustado (que no por ello deja de hacerlo) y que tan sólo me permitía sentirme dentro de una historia, y no partícipe de ella.

Al terminar la conversación, nos quedó un regusto extraño ya que cada uno habíamos sacado conclusiones distintas, pero coincidimos en desear una nueva historia de este tipo lo más pronto posible.

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